Reseña ©José Antonio Lozano
La casa
de los arquillos, de Pilar Aguarón Ezpeleta (La fragua del trovador.
2014), es un libro de relatos que bien hubiera podido ser una novela o
una novela corta compuesta de muchos relatos. No sé. En su interior
diez textos nos llevan de la mano a lo largo de cien años de historia
de este país, España, y nos asoman a la soledad de unas familias y de
los personajes que las conforman. Se trata de un libro poliédrico, con
múltiples caras, vértices y aristas, algo así como un diamante que
reflejará un determinado espectro de colores según sea el lado en el que
incida la luz. Y de colores y luces sabe un rato Pilar, pintora de
paisajes solitarios y miradas intensas con trazo enérgico, como
cualquiera que se atreva a enfrentarse a sus cuadros podrá comprobar.
Alguien ha dicho que se requiere lápiz y papel para leer esta obra,
estoy de acuerdo, y yo añadiría que volver a empezar nada más acabarla
para perderse por sus rincones y sacarle todo el jugo que lleva dentro.
En la casa de los arquillos nos encontramos con la escritora
que ya nos atrapó con su estilo, directo, descarnado, preciso, con la
complicada sencillez por la que algunos saben transitar, en sus libros
de relatos Calla tonta (2009) y Marrón (2012) o en la novela Hueles a
sándalo (2010). En esta ocasión nos propone dar un paso más, jugar a
engarzar las piedras de un delicado anillo, a encajar las piezas de un
puzle para enamorados, a ordenar la música que interpretan los
instrumentos a lo largo de sus ciento catorce páginas y que resuena y es
contestada por ellos mismos en el interior de una cajita de espejos. Se
nota que la autora se ha divertido escribiendo el libro y eso se
traslada rápidamente al lector dispuesto a iniciar el viaje propuesto a
través del tiempo y del espacio.
Iremos a Argentina con
Seoane, a un pueblo de la España interior con la hija del anticuario, al
Madrid decadente de comienzos del siglo anterior, a la legendaria
Cachemira aunque sea con la imaginación, a la cruda Alemania de los
emigrantes, al París de las canciones de amor, al mismísimo Círculo
Polar Ártico y, claro está, a la casa de los arquillos de los
Villarrubia, hermosamente retratada en la portada del libro, que será el
lugar en el que todas las historias confluyan y podamos empezar a
comprender el pasado y el futuro.
Uno siempre se queda con
algunas cosas, ciertos recuerdos que almacenar ahí al fondo y que nos
acompañarán para siempre. En este caso, la historia de amor entre
Matilde y Hermelo, vertebradora de la narración, surgida gracias a las
historias encerradas en una biblioteca, y el mágico momento en el que
Jonás contempla la aurora boreal, verdaderamente espléndido.
Un libro emocionante, ferozmente humano, del que al terminar su lectura
me vino a la cabeza aquello que escribió el irrepetible Gabriel García
Márquez: “... porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no
tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.”
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